
Cuando uno transita por la Vía Cincuentenario, no se puede evitar mirar con nostalgia los restos de la antigua ciudad de Panamá (hoy conocida como Panamá la Vieja). Uno no deber vivir en los recuerdos, pero desde que tengo memoria, suelo perderme en los espacios de antaño, en la imagen pura del recuerdo. Mientras caminaba por los terrenos que otrora fueran lugares de tránsito para los habitantes de la antigua ciudad, me dejaba seducir por las estructuras en piedra y argamasa, los árboles de jobo y el denso manglar que repudiaba las inclemencias del mar. Trasladarme a esos tiempos no resulta un impedimento, y desde lo alto de la torre que pertenecía a la antigua catedral se podría apreciar la densa selva panameña, desde Cerro Azul hasta la cadena montañosa del oeste itsmeño, todo cercado por el imponente Océano Pacífico.
Avanzada la tarde, una horda de mosquitos y una tenue y sigilosa iluminación, convirtieron mi experiencia en el escenario perfecto para estudiar el recorrido vespertino de la luz en este entorno, desde las sombras del corotú cerca de la Plaza Mayor, hasta los reflejos del manglar en el denso Pacífico.
Es con este estudio, que el recuerdo se atesora.
Avanzada la tarde, una horda de mosquitos y una tenue y sigilosa iluminación, convirtieron mi experiencia en el escenario perfecto para estudiar el recorrido vespertino de la luz en este entorno, desde las sombras del corotú cerca de la Plaza Mayor, hasta los reflejos del manglar en el denso Pacífico.
Es con este estudio, que el recuerdo se atesora.